viernes, 1 de septiembre de 2017

Mirando en el Templo

Mirando el Templo

El Templo de Jerusalén era el lugar donde los israelitas acudían en peregrinación tres veces al año.
Los discípulos y discípulas de Jesús eran, en su gran mayoría, gente sencilla de la zona rural del país. Para ellos, había mucho para ver en cada viaje a la gran ciudad de Jerusalén y al Templo. Su mirada se alzaba para fijarse en la fastuosidad de las grandes construcciones:
Uno de sus discípulos le dijo: 
– ¡Maestro, mira qué piedras y qué construcción! 
Jesús le respondió: 
– ¿Ves esa gran construcción? De todo esto no quedará piedra sobre piedra…
 (Mc 13,1-2)
Este discípulo estaba impresionado por la grandiosidad y el lujo del Templo: la piedra blanca de los muros, las placas de oro como adorno, los mosacios de colores, los utensilios de bronce y las columnas de mármol, hacían lucir al Templo en el centro de la ciudad.
Una sólida construcción. Pero, para Jesús, no tiene solidez. Un día se caerá.
Ver y ser visto
Para el pequeño grupo venido de las aldeas del interior del país, había mucho para ver en el Templo y la gran ciudad. No sólo los grandes edificios. También mucha gente, diversa, de todas las clases sociales, venidos de todos los rincones del país, y también los judíos devotos residentes en el extranjero que llegaban a Jerusalén para las fiestas.
En tiempos de Jesús, se calcula que la ciudad tenía una población estable de sesenta mil habitantes, que ascendía hasta doscientos mil con la llegada de los peregrinos en los días de fiesta. Eran días de bullicio y amontonamiento, días en los que andaba mucha gente.
El Templo en días de peregrinación era un buen lugar para ver y ser visto. ¿Cómo haría  alguien para destacarse en medio de la multitud? El exhibicionismo estaba a la orden del día. Allí se podía simular devoción rezando a la vista de todos, o hacer alarde de generosidad con las limosnas.
Cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres.
(Mt 6,2)
Jesús tiene una mirada diáfana que puede ver las cosas tal cual son. Y sabe dónde detenerse.
Mirando mujeres
Jesús se sentó frente al arca del tesoro del Templo y miraba cómo la gente echaba monedas en el tesoro. Muchos ricos echaban mucho. Llegó también una viuda pobre y echó dos moneditas. Entonces, llamando a sus discípulos, les dijo:
– En verdad les digo que esta viuda pobre ha echado más que todos los que echan en el arca del tesoro. Porque todos han echado de los que les sobraba; ella, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir.
(Mc 12,41-44)
Parece que Jesús deliberadamente se sentó a observar lo que ocurría en el sitio donde se dejaban las limosnas. “Muchos ricos echaban mucho”. La escena sería repetida y habitual en los días de fiesta en el Templo. En medio de la aglomeración, del bullicio, de las piedras rutilantes de los muros y del sonido de las grandes monedas cayendo en el tesoro, Jesús mira a una mujer. Una viuda pobre en medio de la multitud, con dos moneditas. Dos moneditas que no deslumbran como las joyas del templo ni pesan fuerte como las monedas de los ricos. La mirada de Jesús, diáfana y serena en la contemplación de la gente, puede ver más allá, hasta captar lo que hay en el corazón. Y las palabras de Jesús no van a destacar ni el fulgor de las piedras ni los grandes números de la recaudación; van a hablar de la mujer que, en su estrechez y pobreza, todavía es capaz de dar.
Hay que tener una fe muy grande en la Providencia de Dios para animarse a dar de lo necesario. Hay que tener una compasión muy grande con la necesidad del prójimo para animarse a compartir los bienes indispensables para la vida.
Miradas distraídas
Jesús, sentado y mirando, es conmovido por la acción pequeña de esta mujer pobre. Que seguramente pasaría inadvertida, ella y su acción, en medio de tantas personas llamativas y deslumbrantes.
Los discípulos tenían la mirada puesta en otras cosas. Impresionados por las construcciones, aturdidos por la gente que iba y venía, inquietos por participar de los rituales, no podían ver, no podían detener la mirada en algo tan insignificante como una vieja pobre y silenciosa. Sus moneditas, de tan livianas, ni siquiera habrán sonado cuando cayeron en el tesoro…
Entonces, llamando a los discípulos, les dijo. Jesús tiene que hacer que los discípulos  vean esto. Tiene que convocarlos, expresamente, porque la mirada de ellos estaba perdida en otras cosas.
La gran lección sobre el compartir los bienes y la confianza en Dios providente la da Jesús contemplando a esta mujer.
  • Para reflexionar juntos
  • ¿Cómo es nuestra mirada cuando concurrimos a misa o a reuniones en nuestros templos? ¿Cómo miramos a los demás? ¿Qué contemplamos?
  • Meditemos sobre la mirada de Jesús puesta sobre nuestras pequeñas acciones. ¿Qué ve Jesús allí?
  • ¿Qué buena noticia tiene esta escena de la vida de Jesús para nosotros y nosotras hoy?
Este artículo forma parte del libro “Jesús miraba mujeres” de Ed. Claretiana (2014)

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